Siempre prendido / Siempre prendido de vos: el yo amarrado. Sherry Turkle
Traducción de Victoria Nannini

A mediados de los ’90, un grupo de jóvenes investigadores del laboratorio de medios del MIT (Instituto tecnológico de Massachusetts), llevaban computadoras y radio transmisores en sus mochilas, teclados en sus bolsillos, monitores digitales incrustados en los marcos de sus anteojos. Siempre en internet, se llamaban a sí mismos “los ciborgs”. Los ciborgs parecían estar alejados de sus cuerpos. Cuando esa incómoda tecnología les cortaba la piel, causándoles lesiones y otras cicatrices, parecía no importarles. Cuando sus cargas los llevaban a ser tomados como si estuvieran físicamente discapacitados, ellos se tomaban la molestia de explicar pacientemente. Estaban aprendiendo a caminar y a hablar como criaturas nuevas, aprendiendo a habitar sus propios cuerpos nuevamente, y sin embargo de alguna manera estaban desapareciendo, desangrándose en la web. Su experimento era tanto una reencarnación – una consumación protésica- como una transformación a lo incorpóreo: una desaparición de sus cuerpos hacia emergentes espacios computarizados.
Con los años, los ciborgs adquirieron una nueva identidad y fueron llamados “el grupo de computación usable” (wearable computing) del Laboratorio de Medios. Fueron los precursores de la tecnología incorporada al cuerpo, mientras el resto de nosotros hace malabares torpemente con celulares, laptops y palmtops. Pero el legado de los ciborgs del MIT va mucho más allá de la idea de que las tecnologías de la comunicación pueden llevarse puestas, ser usables. Los elementos centrales de su experiencia se han generalizado en la cultura global: la experiencia de vivir conectados en la red, recientemente libres en algunos aspectos, y recientemente atrapados en otros.
Hoy en día la casi omnipresencia de celulares y dispositivos cómodos, que entran en la palma de la mano permitiendo la interface de voz, los mensajes de texto, e-mails y el acceso a internet, hicieron que la conectividad se vuelva moneda corriente. Cuando las tecnologías digitales primero aparecieron en el mercado consumidor en forma de computadoras personales eran objetos de proyección psicológica. Las computadoras – programables y costumizadas- pasaron a ser experimentadas como un “segundo yo” (Turkle2005). A principios del siglo veintiuno, ese concepto no alcanza: nuestra nueva intimidad con los dispositivos de comunicación nos obliga a hablar de un nuevo estado del yo en sí mismo.

Un nuevo estado del yo en sí mismo
En gran parte, nuestro lenguaje cotidiano acerca de los efectos de la tecnología supone una vida dentro y fuera de la pantalla; supone la existencia de dos mundos separados, conectados y desconectados. Pero algunas de las expresiones actuales sugieren una nueva disposición del sujeto, como cuando decimos: “Voy a estar con mi celular”, con lo que queremos decir: “Voy a estar disponible, voy a tener el celular encima y estoy conectado a la existencia (social) por medio de él”. CON el celular, EN la red, EN la web, CON mensajes de textos – estas frases sugieren un yo amarrado/ atado.
Estamos atados a nuestros dispositivos de comunicación “siempre prendidos/siempre prendidos de nosotros” y a las personas y cosas que podemos alcanzar con ellos; gente, páginas web, mensajes de voz, juegos, inteligencia artificial (personajes no-jugadores, bots interactivos online). Estos objetos muy diferentes logran cierta semejanza por la forma en que llegamos a ellos. Animados o inanimados, vivimos a través de nuestros dispositivos que nos atan/amarran, siempre listos para pensar y llevar. El yo, atado a estos dispositivos, ocupa un espacio liminal entre la realidad física y las vidas digitales en múltiples pantallas (Turner 1969). Una vez describí los rápidos movimientos de lo físico a una multiplicidad de yos digitales a través de la metáfora “atravesar en bicicleta”. Con la tecnología celular, un rápido ciclismo nos estabiliza en un sentido de continua co-presencia (Turkle 1995).
Por ejemplo, en el pasado, no ejercía mi rol de madre en presencia de mis colegas. Ahora una llamada de mi hija de quince años me requiere en ese rol. La presencia del celular, el cual tiene un ring especial si llama mi hija, me mantiene en alerta todo el día. Donde sea que esté, cualquier cosa que esté haciendo, estoy psicológicamente sintonizada con las conexiones que importan.

Las conexiones que Importan
Estamos presenciando una nueva forma de sociabilidad en la cual la conexión que “importa” está determinada por nuestra distancia con las tecnologías de la comunicación en funcionamiento. Cada vez más, lo que la gente quiere de los espacios públicos es que éstos ofrezcan un lugar privado para las tecnologías que nos atan. Una caminata en un barrio revela un mundo de hombres y mujeres locos, hablándose a sí mismos, a veces gritándose a sí mismos, poco preocupados por lo que pasa alrededor y felices de poder tener conversaciones íntimas en espacios públicos. De hecho, los barrios se convierten ellos mismos en liminales, no son enteramente públicos ni enteramente privados (Katz 2006, capítulos 1 y 2).
Una estación de trenes ya no es un espacio comunitario, sino más bien un lugar de grupos sociales: los yos atados se juntan, pero no hablan entre ellos. Cada persona en la estación tiene más probabilidad de encontrarse con alguien a kilómetros de distancia que con una persona sentada al lado. Cada uno habita una burbuja de medios privada. Efectivamente, la presencia de nuestras ataduras a los medios señala que no queremos ser molestados por la sociabilidad convencional con individuos que están cerca físicamente.
Cuando las personas tienen conversaciones personales con sus celulares en espacios públicos, lo que sostiene su sentido de la intimidad es la presunción de que aquéllos que están alrededor los tratan no sólo como anónimos, sino casi como seres incorpóreos. Cuando los individuos agarran sus celulares (o “hablan en el aire”, lo que indica la presencia de celulares con audífonos y micrófono), son marcados por una cierta ausencia. Son transportados a un espacio de nuevo éter, virtualizados. Esta “transportación” puede estar señalada en otras formas: cuando las personas miran sus regazos durante una comida o reunión, el cambio de mirada ha pasado a significar atención a sus Blackberries u otros dispositivos de comunicación. Están concentrados en cualquier otra cosa.
La directora de un programa que ubica estudiantes norteamericanos en universidades griegas se queja de que los estudiantes no están “experimentando Grecia” porque pasan demasiado tiempo conectados, hablando con los amigos en su país. Soy comprensiva mientras ella habla, pensando en las horas que estuve caminando con mi hija de quince años en un viaje a París mientras ella se “mensajeaba” con sus amigos desde su celular. Me preocupa que se esté perdiendo una experiencia que adoré en mi juventud, la experiencia de un París puro que traía la emoción de la desconexión del lugar de donde yo venía. Pero ella estaba feliz y me decía que estar en contacto es “reconfortante” y más allá de esto, sus mails a casa constituyen una especie de diario. Ella puede mirar esos mails y recordar su estado de ánimo en diferentes momentos del viaje. Las notas a sus amigos, traducidas de los mensajes instantáneos en clave incluyen: “Vi el Puente D’Avignon”, “Vi la Copa Mundial de Fútbol en París”, y “Fui a Bordeaux”. Es difícil meter muchas palabras en el teclado del celular y tampoco hay mucho incentivo para ello. Una amiga llama a mi hija mientras nos preparamos para cenar en nuestro hotel en París y le pregunta si quiere almorzar en Boston. Mi hija dice simplemente: “No es posible, pero ¿qué tal el viernes?”. Su amiga no tenía idea que su llamada era transatlántica. Emocionalmente y socialmente, mi hija nunca había dejado su casa.
Por supuesto, balancear las conexiones físicas y electrónicas no está limitado para aquéllos que están de vacaciones. La vida contemporánea profesional está llena de ricos ejemplos de personas ignorando a aquéllas con las que están físicamente para dar prioridad a quienes están online. Determinados escenarios donde esto ocurre son icónicos: sesiones de conferencias internacionales donde expertos de todo el mundo están reunidos pero responden a sus e-mails; los canales de comunicación instalados por los miembros de la audiencia en conferencias para comentar las presentaciones de los locutores durante las presentaciones mismas (estas conversaciones tratan tanto de competir por posiciones profesionales entre la audiencia como con lo que se está diciendo en el podio). Aquí, las presentaciones se convierten en un portal a discusiones que alejan a las personas de la misma, discusiones que tienden a tener lugar en gradas superiores – sólo ciertas personas son invitadas a participar en algunas discusiones. Como miembro de la audiencia uno desarrolla cierta ansiedad: ¿fui invitado a hablar en el círculo interno?
Observar e-mails y mensajes electrónicos durante conferencias en lugares exóticos llama nuestra atención porque es fácil medir el tiempo y el dinero que lleva reunir a todos físicamente en dichas reuniones. Otras escenas se han vuelto tan mundanas que casi que ni las notamos: los estudiantes sí mandan mails en clase; la gente sí manda mails en reuniones de negocios; los padres sí mandan mails mientras juegan con sus hijos; las parejas sí mandan mails mientras cenan; las personas hablan por teléfono y mandan mails al mismo tiempo. Alguna vez hecho a escondidas, el hábito de la co-presencia electrónica ya no es algo que la gente sienta que tiene que esconder. Definitivamente, estar “en otro lado” en lugar de donde estás se ha convertido en una especie de marcador del sentido propio de prepotencia.

Arreglémoslo por teléfono*
La expresión “arreglarlo por teléfono” solía tener un sentido peyorativo. Implicaba una falta de atención adecuada a lo que se podía denominar una tarea en mano. Ahora, como una pura descripción, provee una medida del status; sugiere que se es lo suficientemente importante como para entregar un trabajo a distancia. La ubicación de un cuerpo de alto status es significativa, pero con la conectividad aparecen múltiples patrones para su despliegue. En un patrón, el cuerpo de alto status está en un intenso contacto con otros, pero se extiende a sí mismo por el mundo, viajando. En otro patrón, el cuerpo de alto status está en retiro, viajando en un contacto cara a cara en pos de maximizar la privacidad y la creatividad. Sin embargo, el cuerpo viajante decide usar su tiempo, está siempre atado, en contacto a través de medios técnicos. Publicidades sobre tecnología sin cables muestran de manera rutinaria a un hombre buenmozo o a una bella mujer en una playa. La publicidad hace ver que él o ella son importantes y trabajadores. El nuevo ser incorpóreo no pide que se niegue al cuerpo sus placeres, sino todo lo contrario, se trata de amar el cuerpo, de ponerlo en algún lugar maravilloso mientras “uno” trabaja.
Nuestros dispositivos se convierten en insignias de nuestras redes de trabajo, una señal de que tenemos trabajo y redes, que somos deseados por esos que conocemos, la gente en nuestra “lista de contactos” y por los potenciales, aunque todavía desconocidos, que esperan por nosotros en los espacios virtuales (como Facebook, My Space o Friendster). No es sorprendente que proyectemos la posibilidad de amor, sorpresa, diversión, y calidez en nuestros dispositivos de comunicación. Vivimos con un intensificado sentido de potenciales relaciones, o al menos de nuevas conexiones. Si nuestros dispositivos están o no en uso, sin ellos nos sentimos a la deriva – a la deriva no sólo de nuestras realidades actuales sino también de nuestros deseos a futuro.
Una llamada a un amigo es una llamada a una conocida (y evolutiva) relación. Conectarse con un sitio de redes sociales de trabajo nos ofrece un lugar para soñar, a veces fomentando un sentido de que las viejas relaciones son prescindibles. Las personas describen sentirse más apegadas a un sitio que a cualquier relación cercana que tienen en éstos. En términos de la psicodinámica, el sitio se convierte en un objeto de transferencia: el lugar de donde provienen las amistades. “Desecho personas”, dice Maura, arquitecta, de treinta y uno, cuando describe relaciones que tiene en Second Life, un entorno social online elaborado. Second Life ofrece la posibilidad de una vida paralela online (incluyendo un cuerpo virtual, un ropero, propiedades y un trabajo remunerado). “Sé que me da una especie de reputación, pero siempre hay gente nueva. No me quedo mucho tiempo en una relación”. Maura continúa: “Siempre hay alguien más con quien tener una charla seria, alguien más para conocer. No siento un compromiso”. La gente que tiene un desplegado uso de sus avatares en Second Life hace hincapié en que el mundo virtual les da una sensación de poder renovarse diariamente. “Nunca sé con quién me voy a encontrar”, dice un ama de casa de treinta y siete años de los suburbios de Boston, y contrasta este sentimiento placentero con la rutina de su vida en casa con dos niños.
Desde principios de 1990, los entornos de videojuegos conocidos como MUDs (dominios multiusuario) y MMROPGs (multijugador masivo de videojuegos de rol online) presentaron a los usuarios la posibilidad de crear personajes y vivir a través de múltiples aspectos del yo. Si bien los juegos tomaban el aspecto de misiones medievales, los entornos virtuales le debían ese “poder contenido” a las oportunidades que ofrecían para explorar la identidad (Turkle 1995). Las personas usaban sus vidas en la pantalla para trabajar problemas irresueltos o en parte resueltos, muchas veces relacionados a la sexualidad o la intimidad. Para muchos de los que disfrutan de una vida online, es más fácil expresar su intimidad en el mundo virtual que en “RL” (VR) o vida real. Para aquellos que están solos y que todavía tienen miedo de la intimidad, la vida online puede proveer contextos donde uno puede ser un solitario y aun así no estar solo, contextos donde uno puede tener la ilusión de una compañía sin las demandas de una amistad íntima y sostenida. La vida online emergió como un “taller de identidades” (Bruckman 1992).
A lo largo de nuestras vidas, las transiciones (cambios de carrera, divorcio, retiro, hijos yéndose de la casa) proporcionan nuevos ímpetus para repensar la identidad. Nunca nos “graduamos” en cuanto al trabajo sobre la identidad; simplemente trabajamos sobre ella con los materiales que tenemos a mano en etapas particulares de la vida. Los mundos sociales online proveen nuevos materiales. Los simples pueden representarse a sí mismos como glamorosos; los introvertidos pueden probar siendo atrevidos. Las personas construyen las casas de sus sueños en el mundo virtual, las que no pueden pagar en el real. Plantan jardines virtuales. Toman trabajos online de mucha responsabilidad. Muchas veces tienen relaciones, parejas o lo que llaman “matrimonios” de gran importancia emocional. Lo virtual es donde el discapacitado puede caminar sin muletas y los tímidos pueden mejorar sus posibilidades como seductores.
No es preciso pensar en las personas como amarradas a sus dispositivos. Las personas están amarradas a las satisfacciones ofrecidas por sus dispositivos. Éstas incluyen las promesas de afectos, conversaciones y la sensación de nuevos comienzos. Y hay vanidad: crear un cuerpo nuevo en un juego como Second Life te permite dejar de lado un yo físico imperfecto y reinventarse a uno mismo como una maravilla virtual, saludable y en forma. Todos en Second Life pueden tener su propio “look”; el juego permite un alto nivel de customización, pero todos lucen bien con ropa de diseñadores que aparecen muy elegantes en esos cuerpos virtuales sofisticados. La belleza virtual viene acompañada de posibilidades de encuentros sexuales que no estarían disponibles en la realidad física.

Los jóvenes amarrados/atados
El trabajo de la adolescencia está centrado alrededor de la experimentación – con ideas, con personas, con nociones del yo. Cuando los adolescentes juegan un videojuego de rol online lo usan como una forma de moldear sus vidas. Pueden empezar por construir su propia casa, amoblándola de acuerdo a sus gustos, no el de sus padres, y luego involucrándose en el asunto de hacer funcionar en el mundo virtual lo que no funcionó tan bien en el real. Trish, de trece años, fue abusada físicamente por su padre, crea una familia abusiva en Sims online – pero en el juego su personaje, también de trece, es física y emocionalmente fuerte. En la simulación, ella juega y vuelve a jugar la experiencia de librarse de su agresor. Rhonda, una joven de dieciséis experimentada sexualmente, crea a una inocente online. “Quiero tener un descanso”, me dice y sigue para recordar la película Pleasantville, donde uno de los personajes principales femeninos, una adolescente de secundaria, “consigue ir a una ciudad que sólo existe en un show de la televisión y donde empieza a ser una perra, como es en su casa, pero luego cambia de opinión y empieza a rechazar a chicos para comenzar una nueva vida. Ella prueba ser un tipo de persona diferente. Eso es lo que significa Sims online para mí. Probar.”
Rhonda “prueba” con el juego en el desayuno, en el recreo escolar y después de la cena. Ella dice sentirse cómoda con su vida virtual. El juego no la conecta con otras personas. Está atada al juego por un deseo de conectarse a ella misma.
Sherry Turkle: ¿Estás haciendo algo distinto en tu vida diaria (desde que jugás al Sims online)?
Rhonda: En verdad, no. No mucho. Pero estuve pensando en cortar con a mi novio. No quiero tener más sexo sino que me gustaría tener un novio. Mi personaje (en Sims Online) tiene novios pero no tiene sexo. Ellos la ayudan con su trabajo. Creo que para empezar de cero tendría que cortar con mi novio.

Rhonda está emocionalmente atada al mundo de la tecnología Sims porque le da acceso a un medio en el que puede ver su vida a través de un nuevo filtro, y posiblemente a trabajar problemas de una manera diferente (Turkle 1995).
Los adolescentes crean personajes online de muchas maneras: cuando desarrollan un avatar en un juego, cuando diseñan una página Web, o describen un perfil para una red social como Facebook. Incluso armar una lista de temas musicales se convierte en una forma de capturar nuestra persona en un momento en el tiempo. Múltiples listas reflejan los aspectos del propio ser. Y una vez que juntaste toda tu música, podés conectarte con personas alrededor del mundo para mandarle tus canciones.
Los adolescentes de hoy en día nos brindan un primer acercamiento al fenómeno de estar amarrados/atados. Los adolescentes quieren tanto ser parte de un grupo como afirmar sus identidades individuales, experimentando a sus pares como ambos nutritivos y restrictivos. Los valores de las ataduras apoyan las demandas de los grupos: entre los jóvenes urbanos, es común entre amigos esperar que sus pares estén disponibles en el celular o por mensajes instantáneos. En este contrato social, uno necesita una buena causa para demandar tiempo desconectado. La presión de estar siempre conectado puede ser una carga. Entonces, por ejemplo, adolescentes que necesitan tiempo ininterrumpido para hacer tareas escolares terminan usando las cuentas de Internet de sus padres para esconderse de sus amigos. Otros efectos de esa cultura de la comunicación del siempre prendido/ siempre prendido de vos pueden ser manejados con mayor dificultad y tal vez de forma más duradera.
Mark Twain mitificó el proceso de separación durante el cual los adolescentes intentan descubrir sus identidades a través de la experiencia de Huck Finn, el tiempo de estar-en-el-Mississippi para escapar del mundo de los adultos. El tiempo en el río retrata el rito de iniciación en transcurso durante el cual los niños se separan de los padres para convertirse en adultos jóvenes, un proceso ahora transformado por la tecnología. Tradicionalmente, los niños internalizan a los adultos en sus mundos antes (o justo, o poco después) de cruzar el umbral de la independencia. En la variante de ataduras tecnológicas, los padres pueden ser tenidos en cuenta en un espacio intermedio, como por ejemplo, en el espacio creado por el celular donde todos están en marcado rápido. En este caso, las generaciones navegan juntas el río.
Cuando los niños reciben celulares de sus padres, el regalo viene comúnmente con una promesa: los niños deben responder las llamadas de sus padres. Este arreglo permite a los chicos hacer cosas- viajar para ver amigos, ir al cine, ir a la playa – que no estarían permitidas sin la atadura al teléfono de los padres. Sin embargo, el niño atado no tiene la experiencia de estar solo con él o ella para confiar. Hubo un momento en que el niño urbano, en general entre los once y los catorce, tenía que navegar la ciudad “por primera vez”. Era un rito de iniciación que comunicaba: “Estás solo y sos responsable. Si tenés miedo, es necesario que experimentes esos sentimientos”. El celular amortigua ese momento; el padre está a “un toque”. Con un padre al toque, los niños amarrados piensan distinto sobre sus propias responsabilidades y capacidades.

Nuevas formas de validación
Pienso en la historia interior de la tecnología como las relaciones que forman las personas a través de sus artefactos, relaciones que pueden forjar nuevas sensibilidades. Las tecnologías que amarran/atan tienen sus propias historias internas. Por ejemplo, el celular nos brinda el potencial de comunicarnos cuando tenemos ganas, dando lugar a un nuevo binomio: “Tengo un sentimiento / Denme un amigo”. Esta formulación tiene el corolario emocional, “Tengo ganas de sentir / Denme un amigo”. De cualquier manera, lo que no está siendo cultivado es la capacidad de estar solos, la de reflexionar y contener las propias emociones. La ansiedad que los jóvenes declaran cuando están sin sus celulares o sin sus conexiones a Internet puede no hablar tanto sobre la falta de fácil socialización con otros sino más bien sobre la falta del yo que es constituido en esas relaciones.
Cuando David Riesman se refirió al cambio en Estados Unidos de un sentido del yo interno a uno dirigido al otro, en 1950 (Riesman 1950), no pudo prever cómo la tecnología podría aumentar ese dirigirse a un otro hasta nuevos niveles. Lo hace en la medida en que posibilita a cada uno de nosotros desarrollar nuevos patrones de dependencia de otros y de transferencia de relaciones a un conjunto de dispositivos que hacen que los otros estén, literalmente, a nuestra disponibilidad sin previo aviso. Algunas personas experimentaron este tipo de transferencia con el tradicional teléfono fijo. El teléfono era un medio a través del cual se obtenía validación, y muchas veces los sentimientos asociados a esa validación eran transferidos al teléfono mismo. El celular traslada este efecto a un poder más alto porque el dispositivo está siempre disponible y existe una alta probabilidad de que uno podrá encontrar una fuente de validación por medio de él. Está entendido que la conversación de validación en el celular puede ser breve, simplemente un “chequeo rápido”, pero más no es necesariamente deseado.
El chequeo rápido del celular permite ese nuevo “dirigirse al otro”. En el momento en que se tiene un pensamiento o sensación uno puede validarlo. O, uno puede necesitar validarlo. Y más allá, en ese continuum de dependencia, dado que un pensamiento o sensación se están formando, éstos pueden necesitar validación para poder consolidarse. La tecnología no causa un nuevo estilo de relaciones, sino que lo hace posible. Mientras nos vamos acostumbrando a las llamadas de celulares, a los e-mails y a los sitios de la Web, algunos estilos de la relación del yo con otros parecen más naturales. La validación (de una sensación ya sentida) y la posibilidad (de una sensación que no puede ser sentida sin la validación externa) se han convertido en un lugar común y no en signo de un comportamiento infantil o patológico. Uno se mueve del “Tengo un sentimiento / Denme un amigo” al “Tengo ganas de sentir/ Denme un amigo”.
El psicoanalista Heinz Kohut escribe sobre el narcisismo y describe también cómo algunas personas, con sus fragilidades, convierten a otros en “objetos del yo” para sostener su frágil sentido del yo (Ornstein 1978). En el papel de objeto del yo, el otro es experimentado como parte del yo, de este modo está en perfecta sintonía con el frágil estado interior del individuo. Están ahí para la validación, para el reflejo. La tecnología aumenta nuestras opciones. Una joven de quince años explica: “Tengo a un montón de personas en mi lista de contactos. Si un amigo no atiende, llamo a otro”. En términos Kohutianos, la lista de contactos o amigos de esta joven se ha transformado en una lista de partes de repuesto para su frágil yo adolescente.
Así como la conectividad del siempre prendido/ siempre prendido de vos permite a los adolescentes posponer el hacerse cargo de sus emociones, también puede tornar difícil la determinación del grado de madurez del niño, convencionalmente definido en términos de autonomía y responsabilidad. Los niños atados saben que tienen un apoyo. La llamada de chequeo rápido ha evolucionado en una nueva forma de contacto entre padres e hijos. Es una llamada que dice: “Estoy bien. Estás ahí. Estamos conectados”.
En general, el mensaje de texto telegráfico comunica rápidamente un estado de ánimo, más que abrir el diálogo sobre la complejidad de los sentimientos. Si bien la cultura que crece con el celular es una cultura del habla (en shoppings, en supermercados, en las calles, en bares, en parques, los celulares están afuera y las personas están hablando hacia dentro de ellos), no es necesariamente una cultura donde el habla contribuye a la reflexión personal. Los adolescentes de hoy en día no tienen menos necesidades que las generaciones anteriores de aprender habilidades acentuadas, de controlar y expresar sentimientos, y soportar estar solos. Pero cuando los cambios para desarrollar empatía se reducen a los emoticones, preguntas como “¿Quién soy?” y “¿Quién sos vos?” son moldeadas para el formato de pantalla chica, y de esa forma son achatadas en el proceso. La alta tecnología, con todo su potencial de rango y riqueza, ha sido puesta al servicio de la velocidad y la brevedad telegráfica.

Dejarse el tiempo para tomarse un tiempo
Los dispositivos de comunicación siempre prendidos/ siempre prendidos de vos son atractivos por muchas razones, entre ellas, dan la sensación de que uno puede hacer más, estar en más lugares y controlar más aspectos de la vida. Aquellos atados a la tecnología del Blackberry cuentan sobre la fascinación de ver sus vidas “desplazadas por la pantalla”, de ver sus vidas como si estuviesen viendo una película. Uno desarrolla una nueva mirada del yo cuando se da cuenta de las miles de personas a las que puede conectarse. Sin embargo, así como los adolescentes pueden sufrir un entorno mediático que los invita a una mayor dependencia, los adultos también pueden sentirse excesivamente atados, muy conectados. Los adultos se estresan por nuevas responsabilidades para las que hay que estar al día con los mails, la sensación agobiante de estar siempre atrasados, la imposibilidad de tomarse unas vacaciones sin llevarse la oficina con ellos, y el sentimiento de que se les está demandando responder inmediatamente a situaciones en el trabajo, incluso cuando una respuesta sabia requiere cierto tiempo de reflexión, ese tiempo ya no está disponible.
Estamos acostumbrados a un estilo de comunicación en el que recibimos un mensaje veloz al que hay que responder rápidamente. ¿Nos estamos dejando el tiempo suficiente para tomarnos un tiempo?
Los adultos usan las tecnologías que amarran/atan durante lo que la mayoría llamaría el descanso, el tiempo que soñamos despiertos en un viaje en taxi, esperando en una cola, o caminando al trabajo. Este puede ser un tiempo que necesitamos psicológica y emocionalmente para mantener o recuperar la habilidad para concentrarnos (Herzog 1997; Kaplan 1995). La ataduras consumen tiempo de otras actividades (especialmente aquellas que demandan una atención íntegra), agrega tareas que absorben tiempo (estar al día con los e-mails y los mensajes), y suma un nuevo tipo de tiempo al día, el tiempo de atención compartida, muchas veces referida como atención continua parcial (Stone 2006). En todo esto, transformamos nuestra atención en el recurso más raro, creando una creciente competencia muy rígida para su desarrollo, pero al mismo tiempo la menospreciamos. Negamos la importancia de dedicarla a una cosa y sólo una.
La atención continua parcial afecta la calidad del pensamiento que damos a cada una de nuestras tareas, ahora realizadas con menor uso de la cabeza. Desde la perspectiva de este ensayo que está centrado en la identidad, la atención continua parcial afecta la forma en que las personas piensan sobre sus vidas y prioridades. Las frases “chequeando mis mails” y “chequeando mis mensajes” implican un desempeño antes que una reflexión. Estos son los desempeños de un yo que puede ser dividido en partes componentes.
Cuando los medios no se quedan esperando en un segundo plano sino que siempre están ahí, esperando ser deseados, el yo puede perder el sentido de una elección consciente para comunicarse. El sofisticado consumidor de los dispositivos que atan encuentran formas para integrar la tecnología del siempre prendido/ siempre prendido de vos a los gestos diarios de sus cuerpos. Un usuario de Blackberry dice: “Miro de reojo mi reloj para sentir el tiempo, miro de reojo mi Blackberry para sentir mi vida”. El término adicción ha sido usado para describir este estado, pero esta forma de pensar es limitada en cuanto a su utilidad. Más útil es pensar en un nuevo estado del yo, uno que está extendido a través de un artefacto de comunicación. La película sobre nuestras vidas en BlackBerry adquiere una vida propia – con más en ella de lo que puede ser procesado. Las personas desarrollan la sensación de que no pueden seguir el ritmo de sus vidas. Se alienan de sus propias experiencias, y se ponen ansiosos de observar una versión de sus vidas avanzando, desplazándose por la pantalla, más rápido de lo que pueden soportar. Es la versión sin editar de sus vidas; no son capaces de seguir el ritmo de las mismas, pero son responsables de ellas (Mazmanian 2005).
Michel Foucault escribió sobre el Panóptico de Jeremy Bentham como emblemático de la situación del individuo en la moderna sociedad “disciplinaria” (Foucault 1979). El Panóptico es una estructura circular con un observador (en el caso de una prisión, un guardia) en el centro. La arquitectura del Panóptico crea el sentido de que uno está siempre siendo observado aún si el guardia está o no presente y observando. Para Foucault, la tarea del estado moderno es construir ciudadanos que no necesiten ser observados, sino que se preocupen por las reglas y por ellos mismos. La tecnología del siempre prendido/ siempre prendido de vos lleva el monitoreo propio hacia otro nivel. Tratamos de estar al día con nuestras vidas como nos es presentada por una nueva tecnología disciplinaria. Tratamos, en fin, de tener un yo que pueda estar al día con nuestro e-mail.

Límites
Una nueva queja en el ámbito familiar y de negocios trata de que es difícil saber cuándo es que uno tiene la atención de un usuario de BlackBerry. Un padre, una pareja o un hijo pueden perderse por unos segundos o unos minutos en una realidad alternativa. El cambio de atención puede ser muy sutil; los amigos y la familia pueden a veces no darse cuenta de esa pérdida hasta que el familiar no haya “retornado”. Efectivamente, el usuario de BlackBerry puede no saber dónde reside su atención. Ellos declaran que sus sentidos del yo se han fundido con las extensiones protésicas y algunos ven esto como una nueva forma de estar “volando”. Pero esta euforia puede estar negando los costos de llevar a cabo muchas tareas al mismo tiempo. Los sociólogos que estudian los límites entre el trabajo y el resto de la vida sugieren que es útil cuando las personas delimitan los cambios de roles entre ambos. Sus estudios apelan a que ser capaz de usar un BlackBerry para desdibujar esa línea es algo más problemático que una habilidad sobre la que habría que celebrar (Clark 2000; Desrochers y Sargent 2003; Shumate y Fulk 2004). Y celebrar la integración entre las viejas comunicaciones al flujo de la vida puede significar subestimar la importancia de la interacción cara a cara (Mazmanian 2005).
La atención compartida crea ambientes de trabajo cargados de nuevas tensiones sobre la falta de prioridad que se otorga a la proximidad física. Las conversaciones cara a cara son rutinariamente interrumpidas por llamadas de celulares y lecturas de e-mails. Quince años atrás, si un colega leía el correo en tu presencia era considerado irrespetuoso. En estos días, abandonar a una persona enfrente de uno para responder a una llamada del celular se convirtió en la regla. Asimismo, por generaciones, las personas de negocios se acostumbraron a depender de tiempos en taxis, aeropuertos, trenes y limusinas para conocer a otras personas y discutir asuntos sustanciales. El tiempo de espera en la parte de afuera de oficinas de clientes era un tiempo valioso para trabajar e intercambiar noticias que creaban lazos sociales entre colegas profesionales. Ahora las cosas cambiaron: los profesionales pasan el tiempo en taxis con sus celulares o en sus e-mails o palmtops. En los preciados momentos antes de presentaciones a clientes, uno ve grupos consultores moviéndose alrededor de la periferia del lugar de espera, buscando el mejor lugar para la recepción en sus celulares para así poder hacer llamadas. “Mis colegas se van al éter cuando esperamos a nuestros clientes”, dice un ejecutivo de publicidad. “Creo que nuestras presentaciones sufren las consecuencias”. Vivimos y trabajamos con personas cuyo compromiso con nuestra presencia se siente, cada vez más, poco convincente porque están atados a otros virtuales más importantes.
Los seres humanos tienen habilidad para crear rituales que marcan los límites entre el mundo del trabajo y el mundo de la familia, los juegos y el ocio. Hay tiempos especiales (el Sabbat), comidas especiales (la cena familiar), vestimentas especiales (la “armadura” de un día de trabajo se saca en la casa, ya sea el traje de un ejecutivo o un overol), y lugares especiales (el comedor, la recepción, el cuarto, la playa). Ahora la tecnología del siempre prendido/ siempre prendido de vos acompaña a las personas a todos estos lugares, debilitando los tradicionales rituales de separación.
Hay un cierto retroceso. Así como los adolescentes se esconden de sus amigos usando las cuentas de sus padres para hacer tareas, los adultos también encuentran maneras de escapar a las demandas de las ataduras: los BlackBerrys se dejan en las oficinas en los fines de semana o son encerrados en cajones para dejar tiempo para la familia y el ocio (Gant y Kiesler 2001). “Mi casa solía ser un refugio, pero ahora mi casa es un centro mediático”, dice un arquitecto cuyos clientes pueden encontrarlo en su celular con Internet. Ya no hay más con un refugio o lugar seguro, la gente necesita encontrar lugares para esconderse. Técnicamente no hay ninguno, excepto por los viajes largos en avión donde no hay ni acceso al celular ni a Internet y esto también puede estar cambiando.

Un yo moldeado por una respuesta rápida
Nuestra tecnología refleja y moldea nuestros valores. Si pensamos en una llamada telefónica como un sistema de respuesta rápida posibilitado por la tecnología del siempre prendido/ siempre prendido de vos, podemos olvidarnos de que hay una diferencia entre una llamada programada y la llamada que se hace como reacción a una emoción fugaz, porque se te cruzó alguien por la mente, o porque alguien te dejó un mensaje. El yo moldeado por este mundo de respuestas rápidas mide el éxito por las llamadas hechas, los e-mails respondidos y los contactos encontrados. Este yo está calibrado sobre la base de lo que propone la tecnología, sobre lo que hace posible, sobre lo que hace más fácil. Pero en el lío de esta actividad, hay pérdidas de las que, tal vez, no estamos listos para enfrentar.
Una es la presión inducida por la tecnología de ser veloces, incluso cuando tratamos problemas sobre los que deberíamos tomarnos nuestro tiempo. Insistimos con que nuestro mundo es cada vez más complejo, aun así hemos creado una cultura de la comunicación que ha reducido el tiempo disponible para que nosotros podamos sentarnos y pensar ininterrumpidamente. Los usuarios de BlackBerry describen esa sensación de invasión del dispositivo en sus tiempos. Uno dice: “No tengo suficiente tiempo solo con mi mente”. Otras frases que surgen son: “Tengo que luchar para hacerme un tiempo para pensar”. “Artificialmente me hice tiempo para pensar”. “Aislé el tiempo para pensar”. En todas estas afirmaciones hay una formulación implícita de un “YO” que está separado de la tecnología, que la puede dejar de lado y necesita tiempo para pensar solo. Esta formulación contrasta con la creciente realidad de nuestras vidas vividas con una continua presencia de los dispositivos de comunicación. Esta tecnología nos tiene, como el grupo de “ciborgs” de MIT antes nombrado, aprendiendo a vernos a nosotros mismos, no como separados, sino en unidad con las máquinas que nos atan unos a otros y a la cultura de la información. Para ponerlo de una manera más dura: hacerse más tiempo en el viejo uso de la palabra significa apagar nuestros dispositivos, desconectarse de la cultura del siempre prendido. Pero ésta no es una simple proposición dado que nuestros dispositivos se han emparejado íntimamente al sentido de nuestros cuerpos y de forma creciente los sentimos como extensiones de nuestras mentes.
En los ’90, a medida que Internet se convertía en una parte de la vida cotidiana, las personas empezaron a crear múltiples avatares online y los usaban para cambiar de género, edad, raza y clase. El esfuerzo consistía en crear yos virtuales representados lujosamente a través de los cuales se podía experimentar con la identidad al representar vidas paralelas en mundos construidos. El mundo de los avatares y los juegos continúa, pero ahora, junto con sus placeres, usamos la tecnología del siempre prendido/ siempre prendido de vos para jugar con nosotros mismos. La tecnología de la comunicación actual provee una especie de GPS social y psicológico, un sistema de navegación para yos atados. Una productora de televisión, acostumbrada a estar conectada con el mundo a través de su celular y su dispositivo palm, reveló que para ella, los espacios internos de su palm eran donde ella residía: “Cuando mi Palm se golpeó, fue la muerte. Era más de lo que podía soportar. Sentía que había perdido la cabeza”.

Atado: ¿a quién y a qué?
Reconocer nuestro yo amarrado nos plantea la pregunta sobre a quién o a qué estamos conectados (Katz 2003). Los teléfonos tradicionales nos ataban a nuestros amigos, familiares y colegas de la escuela y el trabajo, y a solicitudes comerciales o filantrópicas. Las cosas ya no son tan simples. En estos días respondemos a los humanos y a los objetos que los representan: máquinas contestadoras, sitios Web y páginas personales en redes sociales. A veces nos involucramos con avatares que anónimamente “sustituyen” a otros, permitiéndonos expresarnos de manera íntima con extraños, en parte porque ellos y nosotros somos capaces de ocultar quiénes “somos realmente”. Y muchas veces escuchamos voces incorpóreas – mensajes y anuncios grabados – o interactuamos con protocolos de sistemas de reconocimiento de voz que imitan a personas reales mientras tratan de ayudarnos con problemas técnicos o administrativos. Ya no exigimos que como personas tengamos de interlocutor a otra persona. En Internet, interactuamos con bots, programas antropomorfizados que pueden conversar con nosotros, y en los juegos online nos asocian con personajes no- jugadores, que vendrían a ser una inteligencia artificial que no está ligada a jugadores humanos. Los juegos requieren que depositemos confianza en estos personajes. A veces son únicamente estos personajes no-jugadores lo que pueden salvar nuestras “vidas” en el juego.
Este amplio rango de entidades – humanos y no humanos- está a nuestra disponibilidad donde sea que estemos. Vivo en Boston. Escribo este capítulo en París. Mientras viajo, el acceso a mis avatares favoritos, personajes no-jugadores y redes sociales se mantiene constante. Hay un grado de seguridad emocional en un buen hotel en el otro lado del mundo, pero para muchos, no se compara con la fidelidad de un entorno tecnológico estable y los objetos interactivos dentro de éste. Algunos de estos objetos están ligados a Internet. Algunos son compañeros digitales e interactivos que pueden viajar con uno, e inclusive ahora hay robots creados para las relaciones.
Tomen en cuenta este momento: una mujer mayor, de setenta y dos, en un asilo fuera de Boston está triste. Su hijo rompió la relación con ella. Su casa de retiro forma parte de un estudio que estoy llevando a cabo sobre robots para los mayores. Estoy grabando sus reacciones mientras se sienta con el robot Paro, una criatura tipo foca, promocionado como el primer “robot terapéutico” por sus aparentes efectos positivos en los enfermos, en los mayores, y en los perturbados emocionalmente. Paro es capaz de hacer contacto visual a través de detectar la dirección de la voz humana, es sensible al tacto, y tiene “estados de ánimo” que son afectados de acuerdo a cómo es tratado – por ejemplo, puede sentir si está siendo golpeado con suavidad o con agresión. En esta sesión con Paro, la mujer, deprimida por el abandono de su hijo, llega a creer que el robot también está deprimido. Se acerca a Paro, lo toca y le dice: “Sí, estás triste, ¿no? Es duro ahí afuera. Sí, es duro”. Y luego acaricia al robot una vez más, intentando darle consuelo. Y al hacer esto intenta consolarse a sí misma.
Con entrenamiento psicoanalítico, creo que estos momentos, si suceden entre las personas, tienen un potencial terapéutico muy profundo. ¿Qué podríamos sacar de esta transacción mientras se desenvuelve de a poco entre la mujer deprimida y el robot? La sensación de la mujer de poder ser comprendida se basa en la habilidad de objetos computarizados como Paro, que convencen a sus usuarios de que están en una relación. Llamo a estas criaturas (algunos virtuales, algunos robots físicos) “artefactos relacionales” (Turkle 1999; 2003a; 2003b; 2004a; 2004b; 2004c; 2005b; 2005c; 2006b; Turkle et al. 2006a). Su habilidad para inspirar una relación no está basada en su inteligencia o conciencia sino en la capacidad de tocar ciertos botones “darwinianos” en las personas (haciendo contacto visual, por ejemplo) que hacen que éstas respondan como si estuviesen en una relación.
Estos planes de brindar robots relacionales para los niños y los mayores ¿hacen menos probable nuestra búsqueda de otras soluciones para su cuidado? Si nuestra experiencia con los artefactos relacionales está basada en un intercambio fundamentalmente deshonesto (la habilidad de los artefactos para persuadirnos de que conocen y se preocupan por nuestra existencia) ¿puede ser buena? ¿O puede ser buena para nosotros en el sentido de “sentirse bien”, pero puede ser mala en nuestras vidas como seres morales? Las respuestas a estas preguntas no dependen de lo que las computadoras pueden hacer hoy en día o lo que podrían ser aptas de hacer en el futuro. Estas preguntas refieren a cómo seremos nosotros, en qué tipo de personas nos estamos convirtiendo a medida que desarrollamos crecientes relaciones íntimas con máquinas.
En El Poder de las Computadoras y la Razón Humana, Joseph Weizenbaum escribió su experiencia con su experimento, ELIZA, un programa de computadora que involucraba a personas en un diálogo similar a uno con un psicoterapeuta rogeriano (Weizenbaum 1976). Éste reflejaba los pensamientos de uno; siempre se mostraba comprensivo. Al comentario “Mi mamá me está haciendo enojar”, el programa podía responder: “Contame más sobre tu mamá” o “¿Por qué te sentís tan negativo respecto de tu mamá?” Weizenbaum se mostró perturbado porque sus estudiantes, sabiendo que hablaban con un programa de computadora, querían conversar con éste, y efectivamente, estar a solas con el programa. Weizenbaum fue colega mío en MIT; dimos cursos juntos sobre computadoras y sociedad. En el momento en que salió su libro, me sentí compelida a tranquilizarlo por sus preocupaciones. ELIZA me parecía como una especie de Rorschach; los usuarios sí se involucraron con el programa, pero en un espíritu de “como si”. La brecha entre una persona y el programa era inmensa. Las personas lo alcanzaban con atribución y deseo. Ellos pensaban: “Voy a hablar con este programa ‘como si’ fuese una persona”; “Me voy a soltar, me voy a enojar, voy a sacar todo lo que hay en mi pecho”. En ese entonces, ELIZA me parecía no más amenazante que un diario interactivo. Ahora, treinta años después, me pregunto si subestimé la calidad de esa conexión. Al día de hoy, las criaturas computarizadas han sido diseñadas para evocar un sentido de relación recíproca. Las personas que conocen artefactos relacionales son atraídas por un deseo de criarlos. Y con la crianza surge la fantasía de la reciprocidad. Las personas quieren que estas criaturas se preocupen por ellas como retribución. Muy pocas de estas relaciones son experimentadas “como si”.
Los artefactos relacionales son el último capítulo en la trayectoria del yo amarrado. Nos movemos desde las tecnologías que nos atan a las personas hacia aquéllas que son capaces de atarnos a sitios Web y avatares que representan personas. Los artefactos relacionales representan a sus programadores pero tienen autonomía y psicologías primitivas; están diseñados para valerse por sí mismos como criaturas a ser amadas. Son objetos poderosos para pensar-con las preguntas planteadas por todas las máquinas que nos atan a nuevas sociabilidades: “¿Cuál es una auténtica relación con una máquina?” “¿Qué le están haciendo las máquinas a nuestras relaciones con las personas?”, y por último: “¿Qué es una relación?”

Nota metodológica
Estuve estudiando artefactos relacionales en las vidas de niños y mayores desde 1997, empecé con los simples Tamgagotchis que se vendían en cada juguetería y pasé a Kimset y Cog, robots avanzados del laboratorio de Inteligencia Artificial del MIT, y con Paro, la criatura tipo foca, diseñada específicamente con propósitos terapéuticos. En el camino, hubo Furbies, AIBOS, y Mis Bebés Reales, este último un bebé muñeca que como Paro tiene estados de ánimo cambiantes que responden a la calidad del cuidado humano. Más de doscientos cincuenta sujetos han estado implicados en estos estudios. Mis investigaciones de comunicaciones mediadas por computadoras datan desde mediados de 1980 y han seguido a los medios desde los e-mails, comunidades virtuales primitivas, y chats de web en tecnología celular, mensajería instantánea y redes sociales. Más de cuatrocientos sujetos estuvieron implicados en estos estudios. Mis trabajos fueron realizados en Boston y Cambridge, y los suburbios que los rodean. En el trabajo sobre robots investigaba a niños y mayores en un rango amplio de etnias y clases sociales. Esto fue posible porque en cada caso proveí los robots y otros artefactos relacionales a mis informantes. En el caso del trabajo hecho sobre tecnologías de la comunicación, hablé con personas, niños, adolescentes y adultos, quienes ya tenían computadoras, acceso a la Web, celulares, BalckBerrys, etc. Esto hace que mis declaraciones sobre sus vidas en la cultura del siempre prendido/ siempre prendido de vos, no sean necesariamente generalizables de igual manera fuera de la clase social que actualmente cuenta con dinero suficiente para poseer estos aparatos.

* Phoning it in: La expresión refiere a llevar a cabo acciones o asumir responsabilidades con el mínimo esfuerzo. Se deriva por decidir no asistir a una reunión sino que se está presente con el teléfono.