Treinta años después de la primera edición de “Oralidad y Escritura”, las ideas planteadas por Walter Ong en ese libro siguen teniendo tanta vigencia como en ese entonces. Y más aún hoy en día, cuando Internet revolucionó el mundo de la comunicación, y el mundo en sí, de una manera tan grande que es difícil conocer todos sus alcances.
Las nuevas tecnologías modificaron y siguen modificando de manera rotunda las formas en que nos comunicamos. Las redes sociales como Twitter y Facebook, así como los nuevos dispositivos como los celulares, las notebooks, etc., estructuran nuestras relaciones de un modo totalmente diferente a décadas pasadas.
Estos nuevos hábitos producen cambios de todo tipo: culturales, económicos, sociales. Pero siguiendo a Ong, existe también un cambio de “mentalidad” en la manera de pensar el lenguaje, que se manifiesta en esta nueva cultura tecnológica.
Y esto se ve, aún más específicamente, en las generaciones que nacieron inmersos en estas nuevas sociedades, donde cayeron en desuso ciertos soportes de comunicación. El relato de una carta, una conversación telefónica, la importancia del discurso oral como estrategia preponderante de seducción de la audiencia, etc. Es decir, la oralidad como instrumento decisivo en el momento de contar una historia.
Hoy vivimos en la etapa que Ong calificó como “oralidad secundaria”, en referencia a la actual cultura de la tecnología, en la cual se mantiene una nueva oralidad mediante el teléfono, la radio, la televisión y otros aparatos electrónicos que para su existencia y funcionamiento dependen de la escritura e impresión. Ya se ha dejado de lado la “oralidad primaria”, característica de las culturas que no tienen conocimiento alguno de las técnicas de escritura e impresión.
Con un dejo de resignación, Ong planteaba que la cultura oral primaria ya casi no existe en sentido estricto, puesto que toda cultura conoce la escritura y tiene alguna experiencia de sus efectos. No obstante, resaltaba que en grados variables, muchas culturas y subculturas, aún en un ambiente altamente tecnológico, conservan gran parte del molde mental de la oralidad primaria.
Hay una gran cantidad de esfuerzos que se hacen a menudo, con diferente éxito, en este sentido. Ejemplos, ya no de culturas o subculturas, si no algo a nivel más micro, proyectos o ideas que abarcan a menos gente, pero no por eso son menos ambiciosas.
Uno de esos ejemplos, es Alejandro Dolina, hombre de radio y de televisión, que a través de su programa radial “La venganza será terrible”, intenta, de algún modo, volver a esos orígenes de la pura oralidad, hablando distendidamente sobre una temática diferente cada día. Además, periódicamente, dentro de su programa, Dolina cuenta una historia sobre mitología griega y romana, o historias antiguas, historias que tenían a la oralidad como único modo trasmisión y que sin el relato oral no podrían haber sobrevivido y llegado a nuestros oídos. De este modo, aunque sea por un corto tiempo, se trata de volver a ese tipo de trasmisión, al hecho de simplemente contar historias, relatarlas.
Es cierto, por otro lado, que gran parte tanto de este programa, como de cualquier otro ejemplo, utiliza la escritura, la impresión y demás técnicas que desvían el sentido estrictamente “oral”, pero lo que hay que analizar de estos proyectos es la intencionalidad. Se busca una transmisión oral, y no sólo en el sentido de que se trata de la radio, medio específicamente oral, o sonoro, sino que se trata, particularmente hablando del programa de Alejandro Dolina, de algo más espontáneo, improvisado, no leído ni estudiado. Y, por otro lado, tampoco queda registro alguno de estas transmisiones, más allá de que por ciertos dispositivos tecnológicos se pueda grabar la voz, lo que se dice en cada programa no es transcripto para que luego pueda ser leído sobre el papel. La esencia del programa es oral y de eso se trata.
Hoy en día es impensable considerar culturas, subculturas, proyectos o ideas, al menos entre las ya conocidas, que sean puramente orales, o puramente escritas. En cualquier ejemplo que podamos pensar hay un entrecruzamiento de los dos campos. Y esto es algo sumamente positivo, ya que todo entrecruzamiento resulta beneficioso de algún modo y esto es algo que ya planteaba Ong: “Desde el principio, la escritura no redujo la oralidad, sino que la intensificó”.
De ningún modo podemos pensar a la oralidad y a la escritura como antagónicas, ni que una prevalezca sobre la otra, o que una sea mejor que la otra. En este sentido, Ong planteaba que la oralidad casi debió devenir escritura: “Las culturas orales producen, efectivamente, representaciones verbales pujantes y hermosas de gran valor artístico y humano, las cuales pierden incluso la posibilidad de existir una vez que la escritura ha tomado posesión de la psique. No obstante, sin la escritura la conciencia humana no puede alcanzar su potencial más pleno, no puede producir otras creaciones intensas y hermosas. En este sentido, la oralidad debe y está destinada a producir la escritura”.
¿Me contás un cuento?
Podríamos haber empezado este artículo con un Habia una vez…¿Quién puede abstraerse de la nostalgia de semejante frase, que nos remite hacia aquella inocencia perdida?
Sin moldes en nuestra cabeza, bastaba ese comienzo para que la imaginación empezara a desplegarse hacia rincones únicos e inesperados. Nos ayudaban los gestos, el tono de voz, las maneras de decir o el ánimo del relator, pero después todo quedaba en manos de nuestra mente, que volaba hacia un cielo (el más lindo), le colgaba estrellas y le prestaba una luna que se reflejaba en un mar. Seleccionaba colores para pintar la escena, ubicaba a los personajes, dibujaba sus caras; toda nuestra cabeza puesta en imaginar.
Después aprendimos a leer y se nos abrió otro mundo nuevo. Pero, a su vez, también aparecieron los moldes, que estructuraron nuestros pensamientos, con sus ventajas y desventajas. Ya el “Había una vez” no era sólo la entrada al mundo de sueños, sino tres palabras: ojo, la primera va con h y acento, y la última con z.
Crecimos, nos transformamos, nos repetimos, nos organizamos, en fin, perdimos la inocencia. Sin embargo ningún adulto puede olvidar jamás el placer infantil de escuchar como alguien le cuenta un cuento. Y colorín colorado.
Por Milagros Santillan, Mercedes Naves y Paula Tommasetta