En ese momento, cuando arribamos a la esquina de Córdoba y Moreno, estuvimos en dos tiempos, en el pasado y el presente, en los años 70 y en el 2017, estábamos dentro de los 30 mil, conociendo a Ortega Peña y buscando a Santiago Maldonado. Conrado y Alvaro pasaron por el departamento a eso de las 17, en ese instante me encontraba hurgando entre los cuadernillos que juntan polvo en la estantería del living, tratando de hallar mi libreta de notas. Estaba soleado y fresco, la primavera se acercaba y teníamos que ir a cubrir el Festival de Cine Latinoamericano Rosario, específicamente una de las producciones que se presentaban a las 18.30 en el Museo de la Memoria. Logré dar con la herramienta que buscaba, color marrón intenso, agarré el montgomery y emprendimos la marcha.

Doce cuadras establecían el camino a recorrer; durante el trayecto conversamos distendidamente sobre la idea de lo que queríamos captar. Además de nuestras memorias y mi libreta, llevábamos la cámara de Huevo (Alvaro), la cuál era una extensión de la mano, y la visión de Ronry (Conrado), quien tenía mayor conocimiento, o ideas creativas, sobre las fotos a tomar y los videos a grabar. La construcción blanca, un estilo de chalet, se impuso ante nosotros. Se destacaba la cúpula en donde, por todo el  largo de su contorno, se leía la inscripción: ¿Dónde está Santiago Maldonado?  El ingreso se encontraba por la calle Córdoba, puertas altas con grabados y diferentes diseños típicos de la época en que se construyó.

Al adentrarnos en el museo lo primero que notamos fue un mueble viejo de gran proporción, con una inscripción en su interior, en donde se podía leer sobre distintos hechos, por lo menos controvertidos, de la historia de Latinoamérica. Proveía toda clase de información, desde la cantidad de explosivos ocupados en el bombardeo de Plaza de Mayo hasta afirmaciones escupidas de la boca de Julio Argentino Roca durante la Campaña del Desierto, etc. Me detuve a leer cada uno de los párrafos en donde se contaban los diversos sucesos mientras que Huevo y Ronry daban vueltas por el lugar, tomando fotos y grabando con el fin de aprehender esa esencia de todo lo que nos transmitía, todas esas emociones y pensamientos que nos atravesaban en cada una de las salas.

Los tres estábamos dispersos, inquietos como niños mirando todo con ojos de asombro y con piel de gallina; el museo nos había transportado no solamente al ’76, sino a cada una de las familias de los 30 mil desaparecidos, a cada una de las casas. Nos puso, cara a cara, con los centros clandestinos de detención y al mismo tiempo, hizo que nos tomáramos de las manos con las abuelas y madres de Plaza de Mayo. En un momento todo mi ser quedó petrificado frente a una de las muestras, era una pared semicircular de espejos. Desde el techo de esa especie de medialuna espejada, se desprendían hilos de nylon, casi imperceptibles por la iluminación, de diferentes longitudes, que al finalizar tenían una pieza de cristal con dos ojos impresos. Lo que generaba la obra era una sensación de ser observados por muchas miradas, pero no cualquier tipo de miradas, sino de aquellas tristes, con dolor; miradas que rebalsaban de sufrimiento.

En ese afán por verlo todo y poder registrarlo se hizo la hora de la proyección del documental que debíamos cubrir. Fue allí cuando nos percatamos que el director de la producción, Tomás de Leone, se encontraba a nuestras espaldas recorriendo el lugar. Nos acercamos a un pequeño mostrador donde un señor canoso, muy amable, nos entregó las entradas, además contábamos con nuestras credenciales de becarios de la Universidad Nacional de Rosario lo cual nos daba acceso gratuito. En ese momento una señorita, quien guiaba al director por las distintas salas del museo, nos pidió que la acompañásemos ya que nos iba a indicar en qué lugar se iba a dar la proyección. Siguiendo a nuestra guía bajamos por unas escaleras, derecha, izquierda y dimos con el cartel que decía: Auditorio – Iván Hernández Larguía. Derecha nuevamente y las filas de sillas, aparentemente cómodas, indicaban que ya estaba todo preparado para la reproducción de La muerte no duele.

Rodolfo Ortega Peña fue un prestigioso abogado y diputado nacional peronista durante la década del ’70 quien fue asesinado en pleno centro porteño. Fue el primer homicidio reconocido por la Triple A (Alianza Anticomunista Argentina), uno de los grupos paramilitares de aquella compleja y peligrosa época de nuestro país. La muerte no duele nos hizo conocer un poco a Rodolfo, su nacimiento, su infancia, cómo estaba constituida su familia, cómo fue su crianza hasta pasar por su niñez y adolescencia. Nos mostró cómo fue su educación y su preparación universitaria. Nos enseñó que, siendo pertenecedor de la nobleza porteña, fue un militante apasionado por las ideas de izquierda, por la defensa del pueblo peronista y jamás cedió en sus ideales. En el transcurrir de imágenes y voces, videos de archivo, entrevistas y testimonios de ayer y hoy, el 31 de Julio de 1974 a las 22.25 aproximadamente la pantalla quedó negra, todo se enmudeció y un fogonazo, el primero de por lo menos 24, según el diario Noticias de ese entonces, iluminó la escena. El asesinato de Rodolfo marcó un antes y un después en la Argentina, la época más oscura de nuestra historia estaba comenzando.

La muerte no duele de Tomás de Leone fue mucho más que un documental dentro de un museo en la ciudad de Rosario un miércoles por la tarde noche. Porque ese lugar es el Museo de la Memoria, el recuerdo de lo que nunca más debe ocurrir y que hoy con Santiago Maldonado nos hace sentir escalofríos recorriendo nuestras espaldas. Porque la muerte de Ortega Peña sí dolió, y seguirá doliendo si hacemos ojos ciegos a nuestra historia y nuestro presente circulante. Las luces se encendieron, todos aplaudimos por varios minutos ya que el documental se había impregnado en nuestras retinas, corazones y cabezas. De Leone nos relató algunas cuestiones técnicas y lo volvimos a aplaudir. Una manera de agradecerle por escarbar y seguir removiendo. Huevo y Ronry tomaron algunas fotos más mientras me colocaba el montgomery. Subimos las escaleras, saludamos al hombre canoso y amable, y ya en la vereda acordamos como iba a ser la cobertura, nos saludamos con ese abrazo cotidiano entre nosotros y cada cual emprendió su camino a casa pero acompañados por Rodolfo, por Santiago y 30 mil más.

Por Alvaro Lattini, Tomás Carrasco y Conrado Remy. Estudiantes del Seminario Ciberculturas 2017.