¿Qué es lo que está en juego cuando se define un currículum? ¿Cuáles son las necesidades que llevan a plantearse su conformación/reestructuración? ¿Quiénes participan en tal decisión? ¿Por qué lo hacen? ¿Qué intereses persiguen? Alicia de Alba entiende al currículum como: «La síntesis de elementos culturales (conocimientos, valores, costumbres, creencias, hábitos) que conforman una propuesta político-educativa pensada e impulsada por diversos grupos y sectores sociales cuyos intereses son diversos y contradictorios, aunque algunos tiendan a ser dominantes o hegemónicos, y otros tiendan a oponerse y resistirse» (1995: 59-60). Por tanto, todo currículum es una arena de disputa, de conflicto, de imposiciones y negociaciones, un espacio donde se desarrolla el poder. ¿Es posible disociar al currículum de un proyecto político y social desarrollado por el Estado?

Por su parte, la ley de Educación Nacional N° 26.206 establece en su comienzo una serie de principios y postulados, que posibilitan entender el lugar dado a la obligatoriedad, a la igualdad y la inclusión y que resultan fundamentales para comprender la visión política y los objetivos que desea desarrollar el Estado a partir de la financiación de la educación pública. En el Artículo 2 se define a la educación y al conocimiento como “un bien público y un derecho personal y social, garantizados por el Estado”. Cada estudiante recibe el beneficio del derecho a la educación y el Estado debe garantizarlo. Esto se complementa con los fines que se le asignan a la educación, la cual es considerada en el Artículo 3 como una política de Estado y una herramienta para “construir una sociedad justa, reafirmar la soberanía e identidad nacional, profundizar el ejercicio de la ciudadanía democrática, respetar los derechos humanos y libertades fundamentales y fortalecer el desarrollo económico-social de la Nación”. En este sentido, ¿cómo se inscribe y convive la función del Estado y el sistema educativo en la vorágine actual de transformaciones sociales?

Ante dicha interpelación por estos interrogantes, con mi pareja pedagógica de la residencia final realizada en la materia de Producción Radial del 5to año de la Escuela Guido y Spano de la ciudad de Rosario, ingresamos a esta escuela a llevar a cabo nuestra primera experiencia como futuros docentes (Profesores de Comunicación Educativa). La escuela, aunque no sea donde nosotros cursamos, es básicamente la misma de hace diez años: paredes con humedad, pizarrón y tiza, ventilador de pared, bancos dibujados y puestos en hileras frente al pizarrón, sala de informática, una incipiente sala de radio y de tv, y docentes que se posicionan frente a estudiantes, que les exigen silencio y comienzan a explicar con voz potente.

¿Estudiantes? Expresan su distinción frente a docentes. La heterogeneidad y diversidad se manifiestan en sus formas de vestir, hablar, ser y comportarse. Nos interpelaron, realizaron preguntas personales, mostraron inquietud, contestaron intensamente, exhibieron su orgullo y la instrucción que poseen en discusiones políticas y midieron el límite de lo permitido siempre que les fue posible.

En este marco, nos encontramos con docentes que se enfrentan a situaciones que no saben cómo resolver porque no han recibido la preparación necesaria para afrontarlas (nosotros tampoco). Una persona de la escuela, en una charla informal, nos comentaba la situación compleja que viven, sobre todo, frente a la sexualidad de la juventud y las críticas que reciben por parte de la misma que perciben a cada docente con una figura de enemistad, como personas que impiden su desarrollo, que no dejan ser. Y también, las críticas de familiares que, por una parte, piden amplitud y que respeten el desarrollo propio que cada estudiante desee y, por la otra, reclaman prácticas más represivas.

Para imbuirnos en estos debates es necesario revolver un poco la historia y pensar en el nacimiento de la escuela moderna occidental: enseñar todo a cada persona es la premisa que instaló Jan Amos Comenius, padre de la pedagogía, allá por el siglo XVII (téngase presente la idea de igualdad que dicha frase conlleva, luego la recuperaremos).

Mientras que por estas tierras, Domingo Faustino Sarmiento, a finales del siglo XIX, fue un pionero en pensar en la necesidad del desarrollo de la educación pública, obligatoria, laica e inclusiva. Basada en ideas de carácter positivistas y evolucionistas, donde la infancia representaba la adultez en potencia que había que educar y civilizar para que cumpliera la función social que el Estado iba a asignar. Así nacía la Escuela Normal: Orden y Progreso. En el marco de una Argentina que desde su independencia se encontraba en guerra civil (unitarios versus federales).  Y en un contexto de desarrollo del sistema capitalista y los estados-naciones modernos, la educación aparece como una herramienta para generar las condiciones que iban a posibilitar la expansión económica, social, política y cultural.

Retomando la noción de contrato fundacional esgrimida por Frigerio (1991), la instrucción pública nace bajo la órbita de la necesidad social y política de generar un conjunto de valores (homogeneizantes) que aseguren la formación del espíritu ciudadano y el respeto y admiración por la patria que se estaba forjando. Y no menor era la necesidad de educar en los oficios que la nueva división del trabajo estaba reclamando.

De manera simplificada podríamos decir que el plan de Sarmiento dio sus frutos. Los niveles de alfabetización posicionaron a la Argentina en un ejemplo a nivel mundial. La educación pública se convirtió en un derecho adquirido que hoy naturalizamos como normal. Pero la misma no se encuentra exenta de los reclamos y luchas sociales que fueron surgiendo a mediados del siglo XX y, sobre todo, sobre finales del mismo y comienzos del XXI. El paso de una era donde todo era rígido, estaba dado, controlado, normalizado, de las grandes leyes generales y las ideologías, a un mundo donde todo se pone en cuestión, donde lo que prima es lo efímero, lo heterogéneo, la rapidez, lo complejo, etc. Hoy en cualquier Profesorado podemos escuchar la frase: «la escuela actual tiene la estructura del siglo XIX, con docentes del XX y con estudiantes del siglo XXI». Frase que intenta explicar de forma resumida el estado de crisis en el cual se encuentra la educación y, podríamos agregar, no sólo el sistema educativo, sino la totalidad de las instituciones de la modernidad: escuela, familia, iglesia, la política tradicional, etc.

En este contexto, ¿está la figura del docente preparada para afrontar a un conjunto de estudiantes que no se guardan sus comentarios y que se aburren? ¿Están las instituciones capacitadas para ofrecer a cada estudiante un conjunto de recursos y posibilidades que movilicen y motoricen el interés teniendo en cuenta su diversidad? ¿Es posible para cada docente dejar de lado sus prejuicios y seguir formándose en cuestiones ligadas a la diversidad sexual, el género, los nuevos usos de la tecnología, las nuevas alfabetizaciones? ¿Cuáles son los criterios de evaluación que son aceptados como correctos para definir quién puede o no seguir con su trayectoria escolar? ¿Cómo medimos el conocimiento? No menor es que dicha crisis se esté profundizando en un marco donde las transformaciones sociales son cada vez más voraces y dinámicas, a partir de lo que podríamos denominar la revolución tecnológica, que no sólo ha conllevado la aparición de un conjunto de instrumentos tecnológicos, sino que ha modificado nuestros usos y costumbres, nuestras prácticas sociales y nuestras formas de relacionarnos.

Los procesos de apropiación del conocimiento son complejos y el aprendizaje no se produce de forma automática: estudiante igual a ignorante (cabeza vacía que hay que llenar) y docente igual a saber. Según Edith Litwin (2009), no necesariamente existe aprendizaje cuando alguien está enseñando. El aprendizaje es más profundo que la mera repetición y memorización de conceptos. Si estos últimos no son comprendidos para su aplicación, para el desarrollo del pensamiento crítico y para problematizar situaciones forman parte de una información que con el tiempo iremos olvidando.

Litwin (2009) entiende que cada persona posee un saber particular que nadie más sabe, nadie es ignorante en su totalidad, cada persona posee una experiencia particular que la atraviesa y un conjunto de conocimientos que aplica día a día en sus contextos (estos serán más teóricos o más prácticos, y van desde la lectura de un libro de literatura a saber arreglar un enchufe de la luz). Las personas aprendemos a través de aquello que ya conocemos o través de aquello que queremos conocer, que nos interesa, que nos moviliza, que nos emociona. En este sentido, evaluar desde una única perspectiva remite al control, no a la evaluación. Aquello que es particular y diverso se suprime en la homogeneización de la evaluación. Por lo tanto, la educación no es automática, es un proceso que busca generar las condiciones para estimular a cada estudiante y que así pueda comprender y aplicar el conocimiento.

En este marco, cuando con mi pareja pedagógica pensábamos las clases, nos preguntábamos sobre las maneras para generar un apunte, un lineamiento de temas que sean generales para todo el salón pero, a su vez, discutíamos sobre qué prácticas podíamos realizar para despertar el interés. En general, la situación que nos resultó fue trabajar con el mismo apunte teórico de forma colectiva incentivando la participación con preguntas y ejemplos y, luego, pensar actividades que eran iguales en su consigna pero donde el contenido debía ser producido por cada estudiante. El trabajo a partir de la resolución de problemas y la utilización de ejemplos cortos y diversos que tocaban varios temas de actualidad, generalmente con implicaciones sociales, nos posibilitó generar instancias de debate e intercambio y así incentivar la producción de piezas radiales donde el contenido surgía a partir de los intereses de cada estudiante.

Por tanto, luego de concluir nuestra residencia, nos preguntábamos si es factible renegar de la función normalizadora de la escuela, como órgano de control y de transmisión de determinados valores, como espacio de disputa de poder, como institución que cumple una función política. Si en nombre del reclamado respeto a la diversidad, a las experiencias, a los trayectos personales, renegamos de la frase de Comenius de que «enseñar todo a cada persona» debe ser el objetivo de la educación, ponemos en riesgo al propio sistema educativo. ¿Debemos en una supuesta defensa de lo particular desprestigiar la noción de igualdad? ¿De qué manera vamos a desarrollar un proyecto socioeducativo de transformación, con valores democráticos, nacionales, de defensa de los derechos humanos, etc., si no hay criterios básicos en relación a los conocimientos a transmitir, a las maneras de enseñar y a las de evaluar?

Las instituciones se encuentran en crisis, pero la escuela jamás puede ser nuestra enemiga. Es necesario pensar y preguntarnos cuáles son las maneras adecuadas de crear una síntesis entre las nuevas formas de ser de cada estudiante y las necesidades de los estados-nacionales. Nada más democrático que la igualdad, pero tampoco nada más democrático que la igualdad al acceso de los conocimientos y el incentivo para aprovecharlos en función de nuestros intereses y experiencias personales. Suprimir la diversidad no debe ser el fin del sistema educativo, pero descreer que la escuela forme parte de un proyecto político, social, cultural y económico no sólo es ingenuo, sino que pone en riesgo la función del sistema educativo en su totalidad. Es necesario entender la obligatoriedad de la educación como el ejercicio de un derecho. Donde no haya escuelas, o las mismas fracasen, aparecerán otros lugares y formas de socialización que irán en contra de los valores que las mismas intentan pregonar. Es una tarea larga, tediosa y contradictoria la que hay que recorrer para acabar con estas dicotomías y ponernos a trabajar en un proyecto educativo que no le tenga miedo a las generalizaciones y, por contradictorio que resulte, que cuente con la amplitud de reconocer a lo largo y a lo ancho del país las particularidades de cada provincia, ciudad, pueblo, barrio y, en función de ello, sintetizar los intereses nacionales con los particulares y experienciales.

Por Nicolás Fariña, estudiante de Producción y Evaluación de Material Multimedia Educativo del Profesorado de Comunicación Educativa, ciclo 2019.

Bibliografía

Comenius, J. A. (1986) Didáctica Magna (Vol. 133). Barcelona: Ediciones Akal.
De Alba, A. (1995) Currículum: crisis, mito y perspectivas. Buenos Aires: Ed. Miño y Dávila.
Frigerio, G. (1991) Currículum: normas, intersticios, transposición y textos en: Currículum Presente, Ciencia Ausente. Buenos Aires: Miño y Dávila.
Litwin, E. (2009) El Oficio de Enseñar. Condiciones y Contextos. Buenos Aires: Paidós.